20 de marzo de 2019

Sobras, nada más...

Ha pasado tanto tiempo que resulta una leyenda el día ese del asado específico; debió ser un cumpleaños de mi madre, una fiesta guadalupana o de fin de año... Mucho hemos discutido en familia ese hito, pero resulta difícil establecerlo con claridad. Esa legendaria comida fue basta y opípara, hubo para todos y hubo quien cargó «itacate» pero fue tan sobrestimado el consumo que empezamos a comer «recalentado» y luego algunas variantes para aprovechar las sobras.

De ese modo empezó una larga secuencia de compras parciales para ir acompañando lo que quedaba tan solo para provocar más excedentes... del asado vino el guiso, de las frutas las aguas y las mermeladas y de los vinos las garnachas... Cada día sobraba algo, así que para evitar el desperdicio comprábamos algunos víveres adicionales para aprovechar los sobrantes... y cada día algo quedaba..

Sí, claro, el plato fuerte original era un dechado de arte culinaria, pero desde entonces: nada, un desfile de menjurjes que arremedan recetas con algún toque estrafalario: revoltijos, moles, chilaquiles, ropa vieja, manchamanteles... todos en versiones de sobras, con salsas extrañas y combinaciones audaces...

Han pasado varios años y siempre hay algo que parece evocar el festín original de tal suerte que al mirar ciertos postres uno tiene esos pensamientos de sibarita traicionado: «Esa capirotada... ¿Cuántos años tendrán sus ingredientes?»

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