3 de enero de 2014

Cinco de Enero


Cinco de enero
Por Ricardo Meade
5/1/04

De todas las fiestas infantiles, día del niño, 24 de diciembre, el día de la primavera y demás, no cabe duda que la mayor es el cinco de enero, equiparable al día de las madres, el 20 de noviembre, o el 15 de septiembre, el destape sexenal; o  bien, a las fastuosas aglomeraciones en el Ángel de la Independencia, cuando la selección mexicana tiene por rareza algún triunfo que la afición considere conveniente festejar; El seis de enero día de la epifanía de Nuestro Señor, casi todos los niños mexicanos son mimados.

El seis de enero no hay ser con más obsequios por derecho que los hijos. Ser padre, un día como ése, es un auténtico cargo de conciencia, si no se tomaron las precauciones del caso y se gastó o prestó dinero con anterioridad. La víspera en la ciudad se da una economía de guerra inconmensurable: El que debe, no paga; Al que le deben cobra; y al que le sobra... Se cuida.

Los licenciados en derecho abocados a la materia penal generalmente poseen un arma, la de nuestro personaje era de gran calibre y se decía en el despacho que ya se había llevado a más de tres en el camino… ciertamente no era una perita en dulce…

Era precisamente la mañana del cinco de enero de un año cualquiera, de crisis o de bonanza en la historia de México, cuando un aterradora alarma lo despertó. No era el reloj despertador, casi inútil de la casa, ni siquiera una bomba o el inconsciente telefonazo de un cliente a deshoras de la mañana, sino la tibia voz de la esposa que murmuró al oído del ceniciento: 

- ¿Quieres saber que le pidieron los niños a los reyes magos? 

Una sonora palpitación se revolcó en el pecho y la presión sanguínea se fue al nivel más alto…
Entre las alarmas psicológicas se oía una descripción de juguetes que por más que la imaginación adulta haga esfuerzos por comprender, siempre es rebasada por la imaginación y la ingenuidad del más dócil de los críos…

En ese momento se maldijo por comprar televisión, radio y cualquier otro vehículo de la publicidad, deseó que sus hijos fueran parapléjicos; hasta que se apareciera su suegra y le pudiese pedir prestado sin la menor intención de pagarle (o sea, sablearla). Finalmente reaccionó con un dejo de adultez que la circunstancia le permitía, suspiró, se desenvolvió de las sábanas y pensó lenta y pausadamente, seguro existía el  recurso…

La chequera estaba vacía; las tarjetas, saturadas; la cartera llena de identificaciones… Obviamente tenía un problema… ¡Un gran problema!. ¿Qué niño que tenga padre va a sufrir las contrariedades de no recibir un regalo en la madrugada del día seis?… ¡Mis hijos!… se respondió para sí…

La esposa se afanaba en la cocina de manera estéril para el paladar abogadil acostumbrado a la comida internacional, mientras, a nuestro personaje,  por la cabeza le roían las ratas de la culpa y la angustia.
No desayunó, se fue directo a la oficina. No saludó a casi nadie y por tal actitud casi todos se percataron del problema.  A la mayoría se le llenó de prudencia el bolsillo y casi todos evitaron el tema, no fuese a pedirles dinero.

- ¡Dora, Dora!- llamó a su secretaria

La incondicional secretaria apareció con diligencia pero con una cierta actitud: de quien ha preparado ya un discurso anti préstamos.

-¡Dígame, señor!

Inmediatamente que sus vistas se cruzaron, él se percató del drama: ni su fiel secretaria cedería un céntimo en vísperas de reyes…

- En cuanto me hable un cliente me lo pasa, y a todos los que me deben aunque sea un trago, pásemelos.
– ¡Sí señor!- cerró Dora.

Como un tigre blanco recién enjaulado se revolvía en su oficina. Nadie tocaba ni entraba, nadie le ofrecía un café, ningún cliente llamaba y todos los deudores estaban en las antípodas… 

Un billete muy modesto se asomó por entre las costuras del saco, con eso… con eso… no alcanzaba para nada. Mientras de la culpa pasaba a la melancolía y de la melancolía a la furia y luego a al indignación, el cinco de enero, pasaba. Transcurría en una auténtica paradoja del tiempo, mientras buscaba quien le prestara o pagara dinero, se fugaba como una amor prohibido. Cuando le buscaban para cobrarle o simplemente cuando no encontraba a nadie; el tiempo, como tortura china, se detenía haciendo de esos momentos una delicada pieza de suspenso…

«Cincuenta, nada más cincuenta…», se decía a sí mismo. La única estrategia: esperar a las ofertas u pedirle a su esposa que llenara a los niños con té de jazmín.

-¿Cuanto les doy?- preguntó su esposa.
- Dos o tres
- ¿Tazas?
- ¡Litros!

Dora se retiró a hacer sus compras temprano, ya que los tumultos en cualquier centro comercial o juguetería son dantescas. La mayoría de los socios se fueron un par de horas más tarde. Él permanecía en la oficina. Ya no contestaba el teléfono, el último «¡Por supuesto,  que no!», auguraba una revolución parecida al 14 de julio francés con una fuerte dosis de primavera de Praga, su esposa había obviado parte del proceso de angustia por no tener juguetes y estaba instalada en la ira más abyecta desde las tres de la tarde.

Así como las rosas laguidecientes del día de los novios, los políticos en quinto año de gobierno o los pinos más calvos de diciembre; los juguetes que no superan la curva de la opinión infantil, que de plano ya no son de moda, a eso de las cinco de la mañana, están en oferta a un precio muy parecido al real, si además es una imitación, pues son más baratos aún.

Finalmente el reloj pudo distinguir entre un día y otro. Se encaminó en su automóvil hacia el centro de la ciudad, «¡a ver que rayos conseguía!» Los aparadores estaban auténticamente al alcance del bolsillo de Azcárraga, pero los puestos ambulantes se mostraban un poco más amables, sin embargo las piezas tecnológicas que sus hijos solicitaban por juguetes estaban a los años luz de sus cincuenta, equivalentes a la distancia entre la tierra y la estrella Alfa Centauris.

Era una subasta, había que correr de aquí para allá, argumentar que un puesto lo ofrecía más barato, o que en aquél lado estaba mejor cuidado… Los dependientes hábilmente entrenados no se dejaban engañar. Alguien gritaba una marca de un juguete, y desde la esquina se oía: «¡compro!». La fluctuación de los juguetes en las calles hacía parecer cosa de niños, la cotización del mercado de valores.

Estaba observando unos juguetes de regular aspecto, cerca de una señora, ella ya se había decidido y con una actitud, muy parecida al camaleón, que tuerce sus ojos de manera tal que uno apunta al norte y otro al sur, la señora deslizó sus manos hacia el bolso. Lo que había sido toda una negociación acabó siendo un duelo, un joven sacó una navaja, y amenazó a la señora que se quedó paralizada… Un grito y el maleante se hacía del dinero ajeno…

Como un mono se abalanzó sobre el ladrón, sacó la pistola y la colocó en la cabeza del truhán,  con señas indicó a la señora que lo siguiera, la navaja de afeitar en la se había convertido el arma del asaltante cayó al suelo. Con la mano haciéndole nudos el brazo por la espalda, lo empujó, seguidos ambos por la víctima;  el ladrón se quejaba. La muchedumbre le abría paso mientras vociferaba - ¡Policía, policía.! 

Llegado a una esquina encontró al uniformado que por hacer guardia no sería identificado por sus hijos como rey mago. 

-¡Compañero!, ¡Compañero!- gritó

El aludido se acercó, una breve explicación le bastó. Le revisaron los bolsillos. 

- ¿Cuanto le quitó señora?- preguntó a la víctima
- Doscientos- dijo ella, exagerando lo más que se le ocurrió

Sacó del bolsillo del maleante un grueso fajo de billetes de diferentes denominaciones

- ¡Ahí están!, a ver,  compañero, esto es para usted... Del fajo salieron varios cientos más.
- ¡Gracias, mi jefe!

- ¿Cómo pudiste comprar todos los regalos, mi amor?- preguntó su esposa visiblemente impresionada por la habilidad de su marido.

No hay comentarios.: