23 de septiembre de 2017

... Y retiemble en sus centros la tierra...


La muchedumbre de la Ciudad de México es experta en movimientos telúricos, temblores, sismos y terremotos; han padecido tantos, tantas veces que no hay Aniceta o Aniceto que no sea docto. Tal pericia no proviene de las investigaciones de institutos de fama mundial o de la lectura asidua a los artículos de difusión científica; la sapiencia telúrica se nutre de la cultura, de los cotilleos, chismes y observaciones de transeúntes y del bien formado juicio personal («no me lo contaron, yo lo viví») acervo innato de cada ciudadano.

Los metropolitanos tienen muy claro que los temblores son consecuencia de un fenómeno que se manifiesta de manera importante en las latitudes y longitudes que corresponden al lugar donde está el país. Desde los días de San Steno sabemos que la tierra tiene capas, como una cebolla pero con discontinuidades, llamadas fallas; y desde la época de Ahuizotl sabemos que todas las fallas provienen del gobierno.


Cada habitante de la Ciudad de México es generoso y sin empacho comunica a quien no esté enterado de la realidad de las cosas ya que somos como geólogos por naturaleza, «se nos da». Sabemos, como cosa que parece brujería cuál es el lugar seguro durante un temblor, cúal es el muro adecuado; la cornisa peligrosa; la calle firme y todo mundo está enterado que «allí donde está usted de pie» es zona socavada por minas, que hicieron los conquistadores buscando oro.

No en balde, después que sucede un gran terremoto acudimos a las zonas de desastre a ayudar a los damnificados y a comprobar que era una necedad vivir ahí... «¡Si ya sabíamos que allí no conviene vivir!». Observamos con aire de conocedor las viviendas, recorremos con la mirada todas las superficies y las que alcanzamos las palpamos, también con refinada maestría golpeamos aquí y allá para concluir:

«Esto no se va caer, hasta que vuelva a temblar, o si llueve fuerte. Hasta entonces... quiensabe».







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